EL PADRE DESCABEZADO

Carlos Alberto, miró de reojo su reloj y precipitadamente se levantó del mullido sillón donde libaba unos tragos en compañía de una grata y concupiscente mujer, tomó su abrigo y salió a la calle, ya bajo el umbral de la puerta miró a uno y a otro lado de la oscura calle, nada o casi nada observó en medio de la tenue luz del deficiente alumbrado público del sector. Se levantó las solapas del sobretodo para cubrirse un poco de la heladez de aquella noche y comenzó a caminar pausadamente hacia la parte baja y central de la ciudad.


sintió de pronto un ruido salido entre las sombras y vio cruzar delante de él un pequeño montículo fugaz que al llegar al lugar titilante de la tenue luz pudo distinguir que era un gato, cuando sus ojos fulgurantes se clavaron en los de él y lanzó un maullido que estremeció a Carlos Alberto por lo inesperado del momento. Pasado el susto, cruzó la primera calle y miró hacia el frente, observó a distancia las cúpulas de la Iglesia de Santiago, templo románico-toscano de construcción moderna pero con cierta caracterización de recogimiento y de respeto. Pensó cambiar de ruta por un inesperado presentimiento, sin embargo desistió la idea y continúo a paso moderado su camino.
Se acordó de cuentos y leyendas que escuchara un día, cuando aún niño, inocente de las realidades de la vida, se dejaba ilusionar por las frases expresivas de la abuela al escuchar de sus labios narraciones de terror, de espanto o de míticos jolgorios que amenizaban las reuniones de familia. Miró de manera prevenida hacia atrás para poder observar con más detenimiento el paso del gato. Recordó que al respecto había muchos agüeros y trató en su mente de captar el verdadero color del pequeño felino, no sabía que responderse así mismo: ¿Era negro? ¿O, era pardo? No sabría precisar. Sintió de pronto un no se qué, que le obligaba a sacar un cigarrillo para encenderlo y proceder a fumar. Buscó entre sus bolsillos una cerilla y procedió a encender el cigarrillo. Al hacerlo, cuando la llama flameaba tratando de prender el cigarrillo, sus ojos se quedaron fijos mirando hacia la iglesia de Santiago donde en medio de la penumbra parecía desdibujarse una sombra que a manera de bulto indescriptible se asomaba a la tenue luz de los faroles del contorno de la plazoleta que da marco al templo Capuchino.

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